Si Barthes ha podido decir que la esencia de la imagen fotográfica es el ça été, es decir, la seguridad de que la cosa representada ha estado allí un día, viva, presente y real como un cuerpo que respira, lo hace a partir de la valoración de su carácter de prueba y desde el reconocimiento de un valor demostrativo que le es esencial. Esta evidencia, que acompaña a la fotografía, se transforma en valor y prueba documental. Pero esta búsqueda se detiene ante la sombra de algo que se resiste a ser explicado y que marca el límite de la lectura. Es su sombra o aquella instancia irrepetible, agotada en su instante y que se ha quedado fijada, hecha gesto. La historia de la fotografía está poblada de instantes, de gestos. Ahí están las series de retraatos americanos de Walker Evans o Robert Frank, retratos deliberadamente azarosos, pero fieles a ciertas preocupaciones documentales, interesadas por mostrar un mundo que no por lejano es menos real. Susan Sontag recuerda la impresión que describe Jack Kerouac en el prólogo a "The Americans" de Robert Frank: sus retratos le traían la descabellada sensación que se tiene cuando el sol caldea las calles y se oye música de un tocadiscos automático o un funeral cercano. Lo más lejano se hacía próximo y lo cercano cobraba dimensiones de ausencia. Una distancia que acompaña mágicamente esta serie de fotografías que Juan de la Cruz Megías nos presenta ahora. El viejo ritual de la boda vuelve a ser narrado desde la secuencia que el ojo de su cámara construye. Una secuencia que arrastra, contra las evidencias de lo aparente, el tiempo de los sujetos, expuestos ahora a las decisiones de la vida. Fantasías, miedos, ansiedades y esperas cómplices atraviesan la fiesta que detiene, unas veces, se precipita, otras, como si de augurios secretos se tratara. Novios, novias, pertenecen así al momento que la cámara detiene como queriendo ignorar la fortuna.

Francisco Jarauta

 
Topografía de la vacuidad

La boda como celebración de un sacramento religioso, como acto casi obligatorio en la España predemocrática ha cambiado de forma muy rápida desde al año 1.975. Pero el hábito pagano —de culto por un día a la persona de la novia y el novio, de ilusión de protagonismo a lo "Reina por un día" de seres anónimos el resto de sus vidas— en realidad ha subyacido siempre a la pretendida transcendencia del rito y es lo que ha mantenido y reforzado, por su carácter de absurdo, la vigencia de esta celebración de la exaltación entre lo festivo y lo grotesco.

Lo anterior es uno de los valores que la mirada dura y objetiva de Juan de la Cruz Megías nos filtra. Sólo un dilatado espacio de persistencia tenaz en el tiempo, veinte años en este caso, permite por decantación el acceso a la creación de un cuerpo gráfico táctil, registro de una visión particular del mundo que rastrea los resortes, trampas y verdades de un territorio genérico, en este caso La Boda.

Los distintos momentos, secuencias, o pasos, que se pretenden rituales, se muestran desnudos, universales, de forma cruda; aunque como obra de carácter "realista" tomen cuerpo en una sociedad y un ámbito concretos —los de Murcia—, que por sus peculiaridades acentúan el aspecto más crítico y esperpéntico del acto, haciendo que el grado de verosimilitud pueda resultar incómodo y crudo.

Y aderezado todo con un humor, a veces negro, con una precisión en el  detalle y una cierta estética del mal gusto, por ser la única posible, la realmente impuesta para contar esta verdad. Todo fruto de una decantación que nos atrae por la apariencia de inmediatez existencial, conocedores de la dificultad que encierra el acercamiento a las vivencias más íntimas de los seres humanos. Seres —las víctimas de su cámara— por los que Juan de la Cruz, junto al rigor de su cirugía diseccionadora, siente una simpatía que perfuma toda su obra. La visión del conjunto hace a la obra compleja, la convierte en una especie de Topografía, de estudio de los pliegues y los lugares comunes de La Boda.

Sin olvidar la plenitud de matices que van apareciendo y narrando mundos a su vez cerrados, elevando cada imagen a historia, a un relato que parece a veces sacado de la ficción —por su carácter de absurdo, de imposible, de paradoja, o de impostura representada—; a un relato que podemos ver y que nos habla a través de la anécdota impresa de lo que precisamente no está; historias abiertas, a partir de lo anecdótico más inmediato y directo, más real.

También ahonda y testimonia la obra de Juan de la Cruz en lo que ha sido —a partir de un fragmento: La Boda— la historia reciente de estos veinte años y lo que es ahora mismo un país; y está bien recordar que, como toda realidad vivida que parece que se siente que está ahí para siempre, el mundo que retrata desaparecerá en cualquier momento. Pero su obra consiste no en la acción del documentalista que registra y deja constancia de una existencia —que también lo hace—, sino en un viaje circular alrededor de un mismo centro; en la construcción de una Topografía precisa basada en el conocimiento que le da la madurez de haberlo visto casi todo, sabiendo que le queda todavía todo por ver; que el fragmento que ha tomado es infinito; que cuando crees haberlo visto todo se abre otro matiz; que siempre aprendes algo que creías saber y siempre hay otra historia que contar. Y que para todo ello hacen falta por lo menos veinte años.

Jq. Ruiz Millet + Ana Planella

 
Mirada a mirada, foto a foto, memoria a memoria.

Las Torres de Cotillas, la Azacaya, La Arboleja, Nonduermas, Cabezo de torres, La Albatalia, … lugares cercanos a Murcia, nombres de pueblos más llenos de letras que de casas, lugares a medio construir en los que la boda es uno de los acontecimientos donde la  vida se hace por unas horas dulce y pública, y donde  los rotos de cada día quedan cubiertos de una pátina de vestidos nuevos, de imaginaciones  más artísticas que nunca, de  voces,de consejos, apresuramientos,  trazando en el aire del pueblo un haz de recorridos invisibles pero reales entre la casa  de ella,  la de él, o entre la iglesia o  el lugar del convite. Es la manera como todos esos movimientos van y vienen por esas calles y esas casas, y la manera como quedan convertidos en imágenes lo que hace  que todo ese paisaje deje de ser solo un fondo, una mudez que mira, para ser el lugar de un desconcierto, el lugar donde  Juan va a ir deshaciendo mirada a mirada, foto a foto,  ese concierto ficticio de un día,  moviéndose ágil y nervioso, preciso y matemático como la fotografía misma, sabiendo que la oportunidad, como en la feria o como en la vida, es solo ese instante.

Juan dispara sobre la memoria. Una boda es un espacio donde la  memorias destila continuamente deseos  y recuerdos. Memorias encadenándose las unas con las otras sin más, automáticamente, en un despliegue infinito en el que las cosas y las gentes se abren al tiempo. Pero para que esas memorias existan y sean capaz de legar una imagen, hace falta una condición: que algo desaparezca. La fotografía corre el tiempo, lo hace desaparecer para poder crear el recuerdo, una memoria adelantada, una memoria en la que la clausura de este tiempo existe en el abrirse del otro. En una boda se fotografía para poder recordar mañana. Un trozo de la boda es eso. Y J. de la Cruz  dispara en el preciso momento en el que la acción, cualquier acción, nace ya como  memoria, cuando los gestos o  los rostros han   dejado de designar cosas o gentes para referirse  solo a  si mismos,  para ser solo  mirada, una fotografía, un comentario. Un breve comentario como una foto.

J.de la C.Megias entendió , física e mentalmente,  todas estas relaciones entre esos paisajes y esas gentes cuando empezó a disparar con su vieja Woitlander. Y  supo desde esos primeros disparos que ese desaparecer de la memoria, ese olvido para mañana, solo podía ser mostrado desde la disolución, de lo trágico o  de lo cómico, de lo amargo o de lo hermoso, que procura siempre la ironía. Todo está abierto y libre en la mirada de Juan. Y ese abrirse es una seducción. La seducción que promete la sonrisa o la risa. Esa seducción de la risa chorrea una alegría que nada tiene que ver con la trágica desaparición que la fotografía  propone siempre. Y es esa ironía la que le permite dirigirse hacia lo otro, ya sean lugares, gentes o cosas accidentales sin que esa desviación sea ni afectada ni extraña. Son esos otros protagonistas, a los que Juan sabe que es irrenunciable el referirse para dar cumplida cuenta de todo lo que ocurre en la boda.

No se trata de un reportaje sino de pequeños comentarios,  comentarios sobre todo lo que ese día y en ese momento está ocurriendo. Juan fotografía esas miradas desviadas, ese momento de dolor que da un entrelazado sutil de pequeñas frustraciones convertidas allí en densidades histéricas de continuas sonrisas; el brillo y la posición de un traje extendido sobre el paisaje con la felicidad de que mañana será otro día; la obscena ternura de un cuerpo a medio vestir entre la faja y la peineta, o ese juego de posiciones, de jerarquías, ese entrelazado de hilos, de reproches, de orgullo o de pequeñas codicias, que van descomponiéndose y reajustándose a la vida a medida que avanza la noche, a medida que el cubata destensa la sonrisa, a medida que la vida de esa cena relaja la memoria,y la deja perdida para otra situación o para nunca. Es entonces cuando queda eso: no los recuerdos.  Algo  más lejano,  su decoración de fondo. Eso ese lo que es real esa noche, y  eso es sobre lo que Juan dispara para guardarlo para nosotros.

¿Y por qué recordarlo ahora? He escrito este texto muchas veces. Desde que Juan me enseño aquellas sus primeras fotos de boda. Como han hecho muchos, como yo mismo he tenido que hacer con mi trabajo en  la arquitectura, solo le pedí que mostrara públicamente aquello que nació privado, como momentos suyos, pero que por su intensidad, eran, como todo lo que está bien hecho, un poco de todos nosotros. Perdemos la inocencia del trabajo que nació como algo ”simplemente” bien hecho  cuando mostramos ese interior con el que no se contaba, pero esas fotografías eran demasiado importantes para ser solo suyas. Es mejor mirarlas. Hay momentos en los que no se puede, ni se debe, avanzar sin querer mirarlo todo, sin querer decirlo todo.

jose M. Torres Nadal

 

 

Más allá de la realidad histórico-sociológica que en un primer momento nos presentan estas imágenes, se produce un efecto que no deja de sorprendernos cuando hemos efectuado nuestra primera mirada: ese efecto es el que nos hace pasar de la sonrisa a la identificación. La identificación que se produce en este mundo de casamientos nos aparece de una forma sencilla y absolutamente integradora: no existe problematicidad entre actores y decorado, como no existe entre yo y mi huella digital.

Los actores interiorizan su papel de tal forma que el paisaje, el entorno, los muebles, los fetiches, los iconos, se convierten en prolongación natural de ese estado anímico que representan y viven, estado anímico que rezuma un optimismo, a veces tan brutal, que parece situarlos en otro plano, en otro mundo.

Esta identificación sorprendente no sólo se produce con el entorno, sino que se ofrece también entre los propios personajes: de ahí que a los actores, en su autonomía, les importe poco o nada las componentes del entorno y el entorno mismo: ellos sólo saben que se casan y así quieren verse, ser vistos y ser identificados.

Las imágenes describen el rito social de una forma concreta, local, pero existe un hilo conductor que prolonga el efecto hacia formas universales e interculturales de comprender cómo se expresa el rito. Debemos sentirnos, con la mirada, invitados a la boda para entender lo que a veces sólo la imagen puede explicar.

Pep Lormiga